sábado, 4 de junio de 2011

Empleador que no concede la licencia por luto puede ser multado

Si el empleador no concede la licencia por luto, puede ser sancionado con multas de entre 1 y 100 veces el salario mínimo mensual, de acuerdo con el artículo 486 del Código Sustantivo del Trabajo, recordó el Ministerio de la Protección Social (Minprotección).

Según la entidad, la Ley 1280 del 2009, que amplió esta licencia remunerada, consagró para el empleador una obligación adicional a las previstas en el artículo 57 del Código Sustantivo del Trabajo. Por lo tanto, su deber es concederla y asumir su remuneración.

Así las cosas, corresponde al empleador conceder al trabajador una licencia remunerada por luto de cinco días hábiles, en caso de fallecimiento de su cónyuge, compañero o compañera permanente o de un familiar hasta el segundo grado de consanguinidad, primero de afinidad y primero civil, cualquiera que sea la modalidad de contratación o vinculación laboral.

De acuerdo con la norma, para el nacimiento del derecho basta con la ocurrencia del fallecimiento del familiar y la prueba documental que lo acredite. No obstante, la licencia debe ser concedida desde el día en que se presenta el deceso, pues el trabajador cuenta con los 30 días siguientes para demostrarlo.

(Minprotección, Cpto. 78967, mar. 23/11)

Tomado de ambitojuridico.com

En casos de “falsos positivos”, el Estado puede ser condenado con base en indicios

En los casos conocidos como “falsos positivos”, la prueba indiciaria es idónea y suficiente para demostrar la responsabilidad estatal, advirtió el Consejo de Estado.

Según el alto tribunal, la naturaleza de estos delitos dificulta la identificación de los autores materiales. Por “falsos positivos”, recordó, se conocen comúnmente las ejecuciones extrajudiciales realizadas por agentes estatales, quienes simulan combates con grupos al margen de la ley o les atribuyen a las víctimas la comisión de delitos, para obtener privilegios económicos o institucionales.

En opinión del Consejo, en estos casos, los indicios resultan fundamentales, pues compaginan elementos debidamente comprobados, para arribar, con ellos, a la certeza de otros.

De esta forma, la corporación reiteró la importancia de la valoración probatoria de los indicios, que ya había sido reconocida, en el 2009, en casos de desapariciones forzadas ejecutadas por miembros del Ejército.

En el caso fallado, el Estado fue declarado responsable del asesinato de tres jóvenes ocurrido en el municipio de Zaragoza (Antioquía), en 1994. Las víctimas fueron conducidas bajo engaños a un lugar alejado de la población, donde fueron obligadas a vestir prendas de uso privativo de las Fuerzas Militares y acribilladas por miembros del Ejército.

Como se trató de una grave violación de los derechos humanos, el Consejo ordenó medidas de reparación, rehabilitación, satisfacción y no repetición, además del pago de los perjuicios morales y materiales correspondientes.

(C. E., Secc. Tercera, Sent. 05001233100019960023701 (20145), abr. 4/11, C. P. Stella Conto Díaz del Castillo)

Fernando Mejía Liévano: “El litigio en el sistema acusatorio es para grandes abogados”

Durante el último lustro, la mayoría de penalistas del país ha tenido que asumir una doble vida como litigantes: se desdoblan para litigar entre el esquema procesal de la Ley 600 y el sistema acusatorio.

Uno de ellos es Fernando Mejía, quien se enorgullece de manejar, con destreza, los dos sistemas. De tanto trajinar con ellos, les conoce sus virtudes y defectos. Y a ambos ha aprendido a quererlos y a criticarlos. Los compara y los pondera.

Desde el escritorio de su oficina, en el que hay tres computadores portátiles y ningún código o libro impreso, expone sus propias conclusiones de su experiencia con estos dos procesos.

ÁMBITO JURÍDICO: ¿Qué era mejor en el proceso penal de la Ley 600 comparado con el sistema acusatorio? 

Fernando Mejía Liévano: La justicia restaurativa era mejor en el sistema anterior, aunque, curiosamente, en este punto, el sistema acusatorio se ha “vendido” como más garantista. Pero no es así. Y el mayor garantismo de la Ley 600 se destaca por el hecho de que la conciliación y la indemnización integral sí extinguían la acción penal, y tanto víctimas como procesados salían beneficiados. En el nuevo sistema, la extinción de la acción es casi imposible. La mediación concede rebajas punitivas, pero no finaliza el proceso. Se puede conciliar en la reparación integral, pero hay que cumplir la condena. Y se cree que el principio de oportunidad es el gran protagonista, pero tiene muchos filtros que restringen su aplicación. Antes, sin ningún filtro, se lograba la restauración y las partes quedaban beneficiadas.

Á. J.: ¿Y en qué es mejor el sistema acusatorio?

F. M. L.: En muchas cosas. En la oralidad, que agilizó el procedimiento. En la dignificación de la justicia, no solo en aspectos aparentemente superficiales, como el uso de la toga, sino en situaciones que hacen mejor el ejercicio de la profesión de abogado, como el hecho de litigar en una agradable sala de audiencias y en el poder disciplinario que puede imponer el juez. Otro punto por resaltar es que la publicidad y el ser un proceso de partes hacen que los abogados tengan que demostrar que saben, que estudian, que preparan bien sus casos. El litigio del sistema acusatorio es para grandes abogados, para quienes puedan demostrar competencia y habilidad. Hay más cosas positivas. La lista es larga.

Á. J.: Su experiencia profesional ha tenido un fuerte enfoque en la responsabilidad médica. ¿Por qué han crecido tanto las demandas contra los médicos?

F. M. L.: En 11 años de trabajo permanente con procesos en los que los involucrados son profesionales de la salud, he concluido que la mayoría de las demandas no se instaura por culpa de los médicos ni por su negligencia, sino porque hemos copiado la cultura litigiosa de otros países, como EE UU, en los que la ambición por el lucro ha hecho de esto un negocio. Por eso, en este país, los médicos tienen que pagar pólizas de seguro exorbitantes, si quieren ejercer su profesión. Por supuesto, también hay médicos imprudentes, pero son la excepción. En Colombia, nos ha costado trabajo entender que la Medicina no es una ciencia exacta, que la obligación de los médicos es de medios y no de resultado. Lo que está motivando las demandas contra los médicos es que los pacientes y sus familias no afrontan un resultado que no esperaban, así el profesional haya hecho su mejor trabajo.

Á. J.: ¿Y cómo le parece la jurisprudencia de la Corte Suprema que pretende encajar todo accidente de tránsito por embriaguez bajo la figura del dolo eventual?

F. M. L.: Desafortunada. Reconozco que está basada en buenos argumentos, pero no los comparto. Además, creo que es equivocada, porque para que exista dolo eventual, debe existir un delito previo. Es el caso del atracador de un banco que tiene la intención de robar, no de matar a su celador, pero termina robando y matando, porque sabía que eso podía pasar y dejó su segundo comportamiento al azar. El hurto es un dolo directo y el homicidio un dolo eventual. Eso no pasa en las lesiones o en los homicidios de los accidentes por embriaguez, porque en Colombia no hay un delito previo y autónomo, que sería el conducir embriagado. Así, quedamos en una línea invisible que no separa lo doloso de lo culposo y sujetos a la discrecionalidad del fiscal o el juez del caso.



Fernando José Mejía Liévano

Estudios realizados: abogado de la Universidad Externado de Colombia, especialista en Derecho Penal y Disciplinario y candidato a magíster en Ciencias Penales y Criminológicas de la Universidad Externado.

Cargos desempeñados: consultor de la Gobernación de Cundinamarca, jefe del Departamento Penal del Grupo Corporativo Scare, funcionario de la Procuraduría General de la Nación, de la Sala Disciplinaria del Consejo Superior de la Judicatura y del Ministerio de Justicia y profesor universitario.

Cargo actual: abogado litigante y consultor.

Tomado de ambitojuridico.com

Dos décadas de la Constitución: invitación a un examen sin temor y sin censura (segunda parte)

Andrés Mejía Vergnaud
Twitter: @AndresMejiaV

Aunque esta sección se debe siempre a sus lectores, hoy tal deuda es de mayor magnitud. Recordarán ustedes que en nuestra entrega anterior extendimos una invitación: la de discutir, sin temores y sin que hubiese temas vedados, el origen, la estructura y la vida de nuestra Constitución Política, ahora que ella se acerca a su aniversario número 20. Y tal invitación la extendimos a los lectores. Fue así como, por la vía del correo electrónico, recibí decenas de mensajes, extensos muchos de ellos, llenos de argumentos y de puntos de vista interesantes. Fue un arco de variedad que se extendió desde el más severo rigor académico hasta la fina ironía, como la de aquel lector que manifestó simplemente que la Constitución le aburre (Pablo Parra). Declaro mi gratitud hacia quienes me hicieron llegar sus opiniones. Pero entre estos corresponsales hay uno que merece una mención especial, por sus características: se trata del grupo estudiantil “Desde las Aulas”, integrado por jóvenes pertenecientes a nueve facultades de Derecho; ellos se han propuesto la tarea de que el aniversario de la Constitución no transcurra de manera inadvertida y callada, y para tal efecto han organizado un sinnúmero de iniciativas (http://www.desdelasaulas.org/). Fui invitado a dialogar con este grupo el pasado 10 de abril, y puedo dar testimonio de que fue una de las sesiones académicas más interesantes que haya presenciado. A ellos, muchos éxitos en su valioso empeño.

Siendo este el segundo capítulo de esta serie de tres, y habiéndose dedicado el primero al anuncio y a la convocatoria, nos dedicaremos hoy a la síntesis. Es decir, al muy difícil trabajo de condensar en una página las opiniones que los lectores me han hecho llegar. Me disculparán que la cantidad de corresponsales haga imposible que les identifique por el nombre.

Habíamos planteado cuatro temas. Pero no hay duda de que dos de ellos despiertan mayoritariamente el interés de los estudiosos. El primero es el del origen de la Constitución. Y el segundo, la polémica sobre los efectos económicos y fiscales de sus interpretaciones: aquello que en el artículo previo llamamos “La ilusión de la abundancia”.

Cuestión de origen
Empecemos entonces por el origen. O más bien, por la cuestión del origen. Cuestión a la cual, dicho sea de paso, concede importancia nula el ciudadano del común. Esto último no es apenas una nota de casualidad: bien podría indicar algo importante, algo propio de la naturaleza de este tema, o de su desarrollo, que le haga carecer de la atención que se le brinda ocasionalmente en los medios académicos.

En cuanto al asunto, han sido muy pocos los lectores que se manifestaron a favor de la posición de máximo rigor. Es decir, los que sostuvieron que la Constitución de 1991 tiene un origen ilegal, por haber nacido de un procedimiento no válido de acuerdo con las normas entonces vigentes, y están por tanto dispuestos a arrojar alguna clase de tacha sobre la Constitución, una tacha jurídica, política o moral. Una posición interesante la sostuvieron quienes, declarando su adhesión al rigor normativo, consideraron que no es ilegal el origen de la Constituyente, pues su convocatoria fue avalada por la Corte Suprema de Justicia, y, si hemos de apegarnos al rigor jurídico, veríamos que ella tenía la competencia de juzgar sobre la legalidad de la convocatoria. Y así lo hizo, y a favor.

Pero una notable mayoría de los lectores sostiene otra posición, la cual viene en variedades muy diversas. Podría ella sintetizarse así: sí hay un acto de ruptura normativa, y de este acto nace la Constitución. Pero dicho acto está justificado por circunstancias. ¿Cuáles? Allí empiezan a distinguirse las variedades: la situación del país en los años recientes, el narcoterrorismo, la exclusión de ciertos grupos sociales, la mayor pluralidad cultural y religiosa. Mi opinión personal sería muy crítica de algunas de estas observaciones, pero por ahora me la debo reservar. Baste decir que, en las más elaboradas y valiosas de ellas, yace la idea de que la sociedad colombiana de principios de los noventa no podía vivir ya más con la Constitución de 1886, pensada y promulgada para una sociedad muy diferente. Y los abogados con más edad o con más memoria acompañan esto con una observación formal: esta inadecuada Constitución era, además, de muy difícil reforma, cosa manifestada en al menos dos intentos de modificación que fueron frustrados. No había otro camino, entonces, que el de propiciar una ruptura.

En mi reunión con los estudiantes de “Desde las Aulas” emergió una interesante reflexión: en materia de cambio constitucional, quien se apegue con exceso al rigor normativo habrá de sentirse muy incómodo en el análisis de la historia. Pues siempre habrá de llegar a un momento en el cual los actos constituyentes no siguieron la partitura. O no había ni siquiera partitura. Al nostálgico de la Carta del 86 que deplore el modo como llegó la del 91, bastaría recordarle cómo se promulgó la que tanto añora: se vería obligado a predicar de ella también la ilegalidad. Que a su vez debería promulgar de la primera o las primeras constituciones de Colombia.

He dicho que me reservo por ahora mi opinión. Pero puedo anticipar un principio en el que ella se basa: el apego a la forma jurídica es un valor en general deseable, y más lo es cuando se trata de aquellas partes del sistema jurídico cuyo contacto con las realidades políticas es más remoto. Pero el Derecho Constitucional es el punto de encuentro inmediato entre lo político y lo jurídico: se hallará que no hay allí una frontera bien definida, sino una especie de terreno común. Esto hace improcedente el juicio exclusivamente jurídico de los hechos que dan origen a una Constitución.

Derechos y economía
Fascinó también a los lectores el tema de las consecuencias económicas. Y no quisiera omitir el reconocimiento de lo que al respecto han opinado grandes expertos de nuestra academia durante los últimos años: me declaro en deuda con todos ellos.

En este tema, resulta curioso ver cuán polarizadas están las opiniones de los lectores, y cuán escasa luce la posibilidad de trazar puentes entre ellas. Cosa que constituye el objetivo de mayor valor, pues tanto la Constitución como las leyes de la economía están vigentes: tenemos que aprender a vivir con las dos. Humberto de la Calle me ha hecho entender que este problema no es atribuible a la Carta del 91, sino que de antaño los gobiernos se han quejado del costo fiscal de los fallos judiciales. De hecho, ante la Convención de Ocaña, el propio Libertador se queja de que la hacienda pública es “…víctima de la ignorancia y de la malicia de los tribunales”.

Encontramos entonces, por un lado, lectores cuya posición es que la Carta del 91, y en particular la interpretación hecha de ella por la Corte Constitucional, trae consigo un irremediable menoscabo del fisco y de la economía en general. Dicha posición se expresa de modo casi fatalista, es decir, como si una solución no fuese concebible. Al otro lado de la brecha están quienes opinan que estos efectos económicos y fiscales son totalmente irrelevantes, en cuanto emanan de mandatos de carácter indiscutiblemente superior. Ellos serían, por un lado, la definición de Colombia como Estado “social” de derecho, los derechos económicos y sociales, y los tratados internacionales sobre tales derechos. A ello agregan que, en virtud de tales tratados, no solo tienen índole superior esos derechos, sino que en sus desarrollos concretos no puede haber cambios a la baja, en virtud de un principio de “no regresividad”. Esta posición tampoco es constructiva, y con el respeto de sus proponentes, es un tanto absurda: un hecho tozudo e irrefutable es el de que en cualquier economía, y en particular en cualquier sistema de hacienda pública, los recursos son por naturaleza limitados, y hay que hallar maneras razonables de utilizarlos y de hacerlos crecer. Y la prédica dogmática que apunta hacia unas normas sacrosantas y hacia principios que impiden la rectificación choca de frente con estas elementales realidades. 

Nunca es tarde para enviarme sus opiniones. Pueden hacerlo al correo andresmejiav@gmail.com

La intervención del Estado en los mercados financieros en la Constitución del 91

Mauricio Rosillo
Director de la Especialización en Derecho del Mercado de Capitales
Pontificia Universidad Javeriana

Con ocasión de los 20 años de la Constitución Política de Colombia, vale la pena repasar los grandes avances, conceptos  e incorporaciones en materia de intervención económica en los mercados financieros y de valores.

Antes de la Constitución de 1991, y a raíz de la reforma constitucional de 1968, hubo mucha discusión respecto a los famosos reglamentos constitucionales autónomos. El gran debate radicaba en determinar hasta dónde llegaba la competencia del Congreso para regular al sistema financiero, dado que la Constitución le había dado como atribución constitucional propia al Presidente la de intervenir en estos mercados. Durante mucho tiempo la jurisprudencia fue pacífica en el entendido de que el Gobierno era quien regulaba y que para tal efecto expedía decretos con fuerza de ley, que podían incluso derogar leyes y reglamentarse. La participación del Congreso en estos aspectos era supremamente limitada. En los años ochenta, hubo un giro jurisprudencial de las altas Cortes apartándose de esta posición, lo que lógicamente generó mucha incertidumbre sobre quién tenía la competencia para intervenir en estos sectores y hasta dónde llegaban sus facultades. 

La solución del Constituyente de 1991 fue devolverle explícitamente competencias al Congreso, pero a través del mecanismo de las leyes marco, para que el Gobierno interviniera dentro de los principios, objetivos y criterios establecidos por el legislador. A raíz de esta delimitación de funciones, se han expedido varias leyes del Congreso relativas a estas materias, como la Ley 35 de 1993, la Ley 510 de 1999, la Ley 795 del 2003, la Ley 964 del 2005 y la Ley 1328 del 2009. El Gobierno, a su turno, ha expedido una infinidad de decretos de intervención, hoy unificados en el Decreto 2555 del 2010.

No obstante, las disposiciones constitucionales no han sido ajenas al debate académico. Por ejemplo, ¿puede el Congreso solo expedir leyes marco en estas materias o puede dentro de su cláusula general de competencia desarrollar más en detalle temas de intervención en los sectores en cuestión? Múltiples posiciones podemos encontrar sobre el particular.

La Constitución del 91, igualmente, ratificó que la función de inspección, vigilancia y control sobre las personas que realicen actividad financiera, aseguradora, bursátil y cualquier otra relacionada con el manejo, aprovechamiento o inversión de recursos captados del público es del Presidente de la República. Por eso las discusiones y propuestas de si esa función se debería asignar al Banco Central o si debería crearse un organismo independiente del Gobierno implica necesariamente una reforma constitucional, asunto para nada fácil.

El constituyente igualmente incorporó el concepto de interés público en las actividades financiera, aseguradora y bursátil, razón por la cual solo pueden ser ejercidas previa autorización del Estado. Es decir, son tales las implicaciones y responsabilidades de estas actividades dentro de una sociedad, que se consideran de interés público y al Estado le corresponde decidir quién las puede ejercer y con qué condicionamientos. Importante recordar esta elemental disposición, cuando a diario vemos que proliferan actividades paralelas que no han sido autorizadas por el Estado.

Finalmente, vale la pena destacar el gran avance de la Constitución con la creación de la Junta Directiva del Banco de la República como autoridad monetaria, cambiaria y crediticia, así como su independencia frente a los demás órganos del poder público. El asignarle la responsabilidad de velar por el mantenimiento de la capacidad adquisitiva de la moneda es lo que ha permitido que los niveles de inflación, asunto que afecta a toda una economía pero especialmente a los menos favorecidos, hayan disminuido drásticamente en los últimos años.

En este punto sin embargo sería deseable, como ya lo habíamos sugerido en el pasado, repensar la metodología de nombramientos de los miembros de la Junta Directiva, para que exista intercalación y no sea un mismo Presidente quien termine nombrando a todos sus miembros, modelo que se fracturó cuando en la Constitución se permitió la reelección.

En cualquier caso, es notable la evolución constitucional en estas materias.

El derecho de retracto desde una perspectiva constitucional

Nelson Remolina Angarita
Director del GECTI y de la Especialización en Derecho Comercial de la Universidad de Los Andes

La columna de opinión de la edición 317 de marzo del 2011 del Superintendente de Industria y Comercio confirma la diversidad interpretativa de algunas normas y la prevalencia por utilizar unos instrumentos jurídicos frente a otros. También deja entrever disímiles visiones del Derecho en un caso concreto. Dependiendo del camino que se tome frente a los mismos hechos, la facultad de retractación del consumidor será garantizada o eliminada.

Afirma el Superintendente: “No puede olvidarse que la entidad, como autoridad pública, debe actuar conforme al principio de legalidad, y la protección al consumidor no puede ser excusa para forzar una interpretación claramente por fuera de la ley”. Olvida José Miguel De la Calle que los funcionarios también deben observar la Constitución. Estamos celebrando 20 años de la Carta Política, pero aún no se ha estrenado en esta materia.

Si De la Calle Restrepo se queda en la ley como fuente exclusiva de sus decisiones, su conclusión es válida, pero no es la única admisible. No obstante, ese camino termina negando el derecho de retracto del consumidor, a pesar de existir otras herramientas jurídicas igualmente válidas para conceder el precitado derecho.

No es gratuito que la Constitución sea la “normas de normas”. Si una ley o parte de ella es incompatible con aquella, deberá inaplicarse y dar prevalencia al mandato constitucional. La expresión “mediante sistemas de financiación” del artículo 41 del Decreto 3466 de 1982 no ha debido aplicarse desde 1991, por tratarse de una condición evidentemente contraria a la Constitución que claramente compromete el derecho fundamental a la igualdad de los consumidores. En efecto, se trata de una restricción injustificada que confiere el derecho de retracto a quien paga mediante sistemas de financiación y se lo niega a quien lo hace inmediatamente en efectivo. Esto es un castigo al consumidor, por no recurrir a los sistemas de financiación para cumplir sus obligaciones. ¡Qué tal esto!

Si el Superintendente considera que la Constitución no tiene ninguna injerencia en el caso, la facultad de retracto también es procedente a la luz del artículo citado. En efecto, para él en “el servicio de ‘pasatiempo’ (…) no hay ningún tipo de financiación y, por el contrario, la contraprestación económica es cargada de forma inmediata al usuario”. El punto a definir acá es qué se entiende por sistema de financiación.

Como es sabido, los sistemas de financiación de 1982 han evolucionado y diversificado. El hecho de que una obligación se “cargue” inmediatamente al usuario no es inconsistente con la presencia de un sistema de financiación. Una cosa es cuando se “causa” la obligación y otra la forma como se paga la misma. Para que exista financiación, tampoco es imprescindible que se generen intereses. Así como existe mutuo con intereses, también lo hay sin intereses, y por ello no deja de ser mutuo.

Las tarjetas de crédito se utilizan, entre otras, como mecanismo de pago o como medio de financiación. Algunos bancos suministran gratuitamente dichas tarjetas y sin causar ningún interés cuando el cliente paga en una cuota. Lo mismo sucede con el servicio “pasatiempo”: el cliente lo solicita y el operador no exige el pago inmediato, sino que lo carga a la próxima factura, sin que por ello se deban pagar intereses.

No obstante, la Superintendencia de Industria y Comercio (SIC) estima que en esta hipótesis no existe sistema de financiación  (Res. 19097/02 y el numeral 3.2 del Cap. III de la Circular Única), porque da prevalencia a las formalidades y esquemas de pago del siglo XX sobre la esencia o realidad económica de las operaciones financieras del siglo XXI. Pareciera existir un altar sagrado, eterno y acrítico al ritualismo y al statu quo de la muy peculiar doctrina de la SIC sobre este punto.

Rescato que el Superintendente sea “consciente de que el servicio de ‘pasatiempo’ se ha prestado para cometer fraudes y afectar a los usuarios”. Lo inexplicable es que no  ponga en acción todos los instrumentos legales y constitucionales para sancionar a los responsables por los daños que han ocasionado a los consumidores. La desconfianza en los negocios a través de medios electrónicos seguirá aumentando, si casos como el del servicio “pasatiempo” se dejan pasar como si nada.

La experiencia de dicho servicio es nefasta, porque para estafar consumidores los delincuentes se aprovecharon de los puntos endebles de la plataforma tecnológica y operacional del modelo de negocio de una empresa.  Es igualmente reprochable que la  empresa preste su sistema de facturación para cobrar en nombre de los estafadores.

El Superintendente debe investigar el tema a fondo. Las herramientas jurídicas existen, pero su efectividad  depende de la voluntad y decisión de utilizarlas adecuadamente.

Tomado de ambitojuridico.com

Entre la Constitución y La Biblia

“En nombre de Dios, fuente suprema de toda autoridad, y con el fin de afianzar la unidad nacional, una de cuyas bases es el reconocimiento hecho por los partidos políticos de que la Religión Católica, Apostólica y Romana es la de la Nación…”.

“El pueblo de Colombia, en ejercicio de su poder soberano, representado por sus delegatarios a la Asamblea Nacional Constituyente, invocando la protección de Dios, y con el fin de fortalecer la unidad de la Nación…”.

Estos son los preámbulos de dos Constituciones diferentes: el primero, la de 1886; el segundo, la de 1991. Con 105 años de diferencia, hay en ellos contrastes y similitudes. En ambas existe Dios, pero no con el mismo poder: en la de 1886, es el poder supremo; en la de 1991, apenas una ayuda. En la Carta Política antigua, la norma suprema bautizaba en el catolicismo a la Nación colombiana. En la Carta Suprema nueva, ni Dios ni el pueblo hacen parte de una religión.

Los manuales de Derecho Constitucional colombiano coinciden en afirmar que el país ahora cuenta con un Estado laico y aconfesional, a diferencia del concebido en la Constitución de 1886, que era marcadamente religioso y, en especial, católico.

Políticos, académicos, abogados y ciudadanos en general sienten, algunos orgullosos, que una de las grandes conquistas de la Constitución de 1991 fue la secularización del Estado colombiano.

En muchos ámbitos de la vida pública es notorio el progreso. Hay libertad de cultos, objeción de conciencia, matrimonios religiosos y civiles, ateos que ya no temen arder en la hoguera y acceso a cargos públicos en los que no piden partidas de bautismo. Pareciera que se vive en el paraíso de la civilidad.

Pero hay sectores que siguen quejándose del poder de la religión en las decisiones estatales. De hecho, en los últimos meses, diversas organizaciones no gubernamentales y universidades como la Nacional y el Externado han liderado un debate a favor de la conservación del Estado laico en el país, en el que han demostrado las formas directas y ocultas en las que la religión sigue influyendo en la gestión pública. Y al hablar de religión, se refieren a la gran soberana de la fe en Colombia: la católica.

En especial, hay unos temas en la agenda jurídica y política actual que tienen incómodos a algunos sectores: el aborto y el matrimonio gay. Así como hay amplios sectores liberales que están a favor de estos derechos, hay otros que se oponen, y con mucha fuerza. En este último bando, está con todo su ímpetu la religión. Y al hablar de religión, se refieren a las religiones, aunque la que lidere la oposición sea, nuevamente, la católica.

En los foros académicos, defensores del Estado laico en Colombia y de las libertades sin cortapisas eclesiásticas denuncian la gran cantidad de tonsurados que impone sus dogmas de fe en actos de la vida pública que deben estar deslindados de las creencias religiosas, de tal forma que desdibujan el mandato aconfesional de la Constitución.

Una serie de eventos políticos y de situaciones jurídicas hacen pensar que ni el país está en el paraíso de la secularidad ni en la época de la Inquisición. ¿Está, entonces, en el limbo?

Retroceso confesional
Para Ramiro Bejarano, jurista reconocido por sus posiciones liberales y anticlericales, Colombia iba progresando en la separación entre Iglesia y Estado, pero hubo un retroceso durante los ocho años del gobierno de Álvaro Uribe.

En palabras de Bejarano, Uribe desconoció el carácter laico de la Constitución, al darle poder a la Iglesia Católica durante su Gobierno y tomar decisiones influenciadas por su dogma católico. Una de las decisiones que sigue generando escozor es el Decreto 4500 del 2006, que volvió obligatoria la educación religiosa en los colegios públicos.

Tampoco hay que olvidar el apoyo que dio el pasado Gobierno a sectores del Congreso que se opusieron a la legalización del aborto y al matrimonio homosexual, con base en argumentos religiosos. Y la elección del actual Procurador General de la Nación, a quien Bejarano le endilga ser enemigo de un Estado laico y de los mandatos constitucionales que no se ajustan a su fe católica.

Sin embargo, no todo este retroceso tiene el nombre propio de un expresidente. En general, altos funcionarios del Estado, en todos los poderes que lo conforman, siguen olvidando que no pueden volver sus creencias personales mandatos generales.

Decisiones de la Corte Constitucional tienen argumentos religiosos y jurídicos por igual. Y en el Congreso han adquirido una mayor representación los políticos provenientes de grandes comunidades religiosas, como el Movimiento Carismático Internacional, la Unión Cristiana, la Iglesia de Dios Ministerial de Jesucristo Internacional, la Iglesia Pentecostal y el Templo del Avivamiento.

Así, en algunos casos, sentencias y leyes no han podido desprenderse del cordón umbilical de la religión. En este momento, por ejemplo, hay varios proyectos de ley propuestos por estos partidos político-religiosos que no ocultan su cariz clerical: el que instituiría el día del niño que está por nacer o el día de la Biblia y el que impone reglas de comportamiento moral para prostitutas y personas de la comunidad LGBT.

En los foros organizados en las instituciones mencionadas, los participantes coincidieron en el hecho de que se trata de circunstancias jurídicas que la misma tradición las ha vuelto irreflexivas o se solapan en la gran cultura religiosa del país.

Sobre esto, el jurista Humberto de la Calle sostiene que sí hay disposiciones que siguen más la tradición que los mandatos constitucionales de un Estado aconfesional, como es el caso de la famosa Ley Emiliani (L. 51/83), que establece los festivos religiosos (ver recuadro).

Son esa tradición y el arraigado sentimiento religioso de la Nación los que hacen que los altos funcionarios del Estado no puedan separar sus convicciones de su ejercicio público. De la Calle asegura que esta división es común y de fácil aplicación en la mayoría de las democracias occidentales, aunque con notorias excepciones. Y tal vez Colombia siga siendo una de esas notables excepciones.

Vivir en el limbo
Juristas y académicos de varias universidades aseguran que no se pueden desconocer los avances que ha dado el país en el desprendimiento entre Estado e Iglesia, pero tampoco niegan los rezagos que quedan de la confesionalidad de la Constitución de 1886.

Recalcan que muchas de las luchas políticas contemporáneas en materia de derechos de las mujeres y los gais o de asuntos privados, como la eutanasia y la despenalización del porte y consumo de estupefacientes, han sido obstaculizadas por el poder de la Iglesia, en especial, la católica.

Por lo mismo, concluyen que no se trata de mirar lo que queda de legislación religiosa, sino de analizar que no existen de leyes laicas por culpa de la fe.

La preocupación por esa zona de penumbra que sigue existiendo entre el Estado y la religión es latente, a pesar de que ya parezca irreversible que las Constituciones cambien sus artículos por versículos.






La religiosidad legal

Muchas normas jurídicas vigentes están fundadas en criterios religiosos. Algunas de ellas son:

-          Ley Emiliani. Oficializó los festivos católicos y los convirtió en mayoría, en comparación con los festivos cívicos. Mientras son 12 los festivos católicos, solo seis son cívicos.

-          Delitos contra el sentimiento religioso. El Código Penal mantuvo incólumes delitos como la violación a la libertad religiosa, el impedimento y la perturbación de ceremonia religiosa o los daños o agravios a personas o a cosas destinadas al culto.

-          Beneficios tributarios. Las iglesias tienen beneficios tributarios, por ser consideradas asociaciones sin ánimo de lucro.

-          Partidos políticos. Las normas sobre conformación de partidos políticos son tan abiertas, que permiten su creación no solo por razones ideológicas, sino religiosas. Así, se ha permitido que las decisiones de voto estén favorecidas por las congregaciones religiosas.

-          Educación religiosa. El Decreto 4500 del 2006 obliga a las instituciones de educación pública a dictar clases de religión.